Relatos con los que participo en el taller Literautas

sábado, 16 de abril de 2016

Oficio nuevo

                                                          Escena 33: "Ascensor, diccionario y traición".

Acababa de entrar en el portal de mi nueva casa. Un hombre, al que creí vecino, aprovechó la puerta abierta para pasar.
―Gracias ―dijo.
―Buenas noches ―contesté.
Llegamos al ascensor. Él se adelantó y pulsó el botón con la mano izquierda.
Yo había comprado aquella tarde, durante el descanso, el “Diccionario ideológico” de Julio Casares. Lo llevaba junto al pecho. Había dudado entre ese y “Redes”, el combinatorio del español contemporáneo de Ignacio Bosque. Ignoraba cuál sería más útil para escribir. Y es que había tomado una decisión importante: dejaría el supermercado para convertirme en novelista. A fin de cuentas imaginación no me faltaba y todos los profesores de Lengua y Literatura del instituto habían alabado siempre mi estilo sobrio.
―Me he trasladado aquí hoy. Vivo en el octavo. Me llamo Basilisa ―dije.
―Mucho gusto, Basilisa ―respondió él de una forma seca, hostil, sin presentarse.
«Mario Izaguirre, cuarenta y cinco, casado, padre de un niño de cuatro y una niña de dos, amante del fútbol, conserje, perfeccionista, piso en este edificio, apartamentucho en la playa, machista, fracaso matrimonial insufrible, odio a la suegra. No. Esteban González, cuarenta y uno (puede que incluso menos), casado, sin hijos todavía (mujer embarazada de seis meses), sale a correr tres días por semana, enamorado hasta la médula, amor no correspondido, profesor en un colegio concertado. Tampoco. Antonio Sastre, cincuenta, carnicero depresivo, viudo bastante refunfuñón, apenas soporta la soledad, tiene en el piso pájaros, peces y un gato».
Aventuré hipótesis, como las que llevaba imaginando en la caja durante nueve años, y me pregunté si habría adivinado por casualidad alguna cosa. Lo observé un momento. Me fijé en lo repeinado que iba.
«De pequeño fue un empollón repelente que sacaba buenas notas y hacía la pelota a don Eustaquio. Lo odiaban todos los compañeros. Desde entonces se ha pasado la vida metido entre libros, como un ratón de biblioteca. No, dedica horas y horas a tocar un instrumento. Nos hartará a los vecinos. ¿Violín? ¿Saxo? ¿Clarinete? ¿Piano? ¿Los zurdos tocarán igual los de cuerda? Tampoco. Es un coleccionista compulsivo. Y alguien debería tirarle ya las asquerosas cerillas, los animales disecados, los minerales, los posavasos descoloridos, las pobres mariposas clavaditas».
Se abrieron las puertas. Ya dentro, elucubré: «Estos labios enormes se han cerrado como una gran boca vertical. Recursos estilísticos de principiante. No parecen muy acertados. ¿Una boca que se abre de lado a lado y no de abajo arriba también sirve para tragar? Boca extraña, sí, sin lengua ni dientes. Ni nos saborea ni nos mastica. Tampoco lo de tragar parece muy certero. Mal principio literario. Los alimentos bajan al estómago y este gilipollas impresentable y yo subiremos, como los salmones».
Pulsó el número diez; pero cuando intenté apretar el ocho, me cogió la mano con su izquierda y me retorció la muñeca hasta hacerme daño. Al tiempo levantó un cuchillo en la derecha.
―Si gritas, te mato ―me amenazó acercándome el arma al cuello.
Entre las hipótesis no había incluido, ni por lo más remoto, que se tratase de un atracador. Paralizada, le señalé el bolso con los ojos, sin atreverme a hacer movimiento alguno. «¿Quedaban sesenta euros? ¿Cuánto necesitará?», me pregunté mientras hasta perdonaba que necesitase dinero para comprarse la puñetera heroína.
Me soltó la muñeca, pero acercó el arma hasta casi tocarme la yugular.
«Vaya escritora de mierda, no haberte dado cuenta de las intenciones de este hijo de puta», me dije en la primera traición al oficio.
Durante unos segundos miré perpleja al ladrón, que no acababa de atreverse a coger el bolso. Decidí hablarle en voz baja:
―Saca la cartera, llegará para una dosis.
Me besó de sopetón mientras con la mano libre me rompía el tanga. Volví a odiarme otra vez, en la segunda traición al nuevo oficio, por no haber sospechado las verdaderas intenciones de aquel psicópata. Quise gritar, pero había perdido la voz. La palabra «socorro» se me había atascado en la garganta.
Cuando estaba bajándose los pantalones, hice acopio de valor para darle con el libro en la cabeza.
El golpetazo lo dejó inconsciente.
Luego solo pensé: «Lástima, le he echado a perder los mocasines negros».
Los labios verticales se abrieron y me vomitaron en el décimo. Desorientada, aporreé una puerta tras otra. Acabé sentada junto a la pared, susurrando:
―Aunque parezca un cuchillo ensangrentado, es una pluma de ave. Escribiré un relato de terror. Empezará: «“La sangre repta por la página ciento tres (¡lástima de diccionario!) como una salamandra asustada”, piensa Tacones rojos». 

martes, 8 de marzo de 2016

La grieta

                                                         
                                         (Escena 32: Primer capítulo de una novela)

Se lo había tragado el abismo a traición. Al menos eso pensó Christopher Kurtz allí abajo, en el primer momento de lucidez tras la caída. Acababa de darse cuenta, aunque solo en parte, de su penosa situación: yacía tirado, a algunos metros de profundidad, entre dos paredes de hielo.

Llevaba años arriesgando la vida en tres ochomiles, poniendo al límite su cuerpo vigoroso y su mente disciplinada y esquivando tantas veces el final que había llegado a creer que Dios lo había elegido para un experimento. Le concedía una oportunidad tras otra. Sí, la fortaleza mental y física con la que afrontaba las adversidades lo había convertido a sus propios ojos en un milagro. Así que aquel golpe brutal constituiría solo otra prueba de su grandísima capacidad de supervivencia.

Trató de corregir la postura, mas algo le impidió hacerlo. Intentó mover brazos y piernas y aquellos miembros inertes se negaron a responder. Quiso incorporarse y las manos tampoco obedecieron el mandato de apoyarse contra la superficie helada e impulsarse hacia arriba. No podía levantarse.  Poco a poco fue comprobando que, de cuello para abajo, aquel conjunto de huesos, músculos y órganos se le había desconectado del cerebro. Entonces le vino a la memoria el espantapájaros que el tío Adolf ponía en la huerta cada primavera. Hubiera dado el alma por destrozarlo a patadas y puñetazos.

Apretó la boca, también la lengua, parpadeó, movió la mandíbula inferior con rabia y tensó cada músculo del rostro. Si pudiera expresar ira con lo poco que le quedaba vivo aún… No le gustaría que su ridícula flacidez pudiese servir, amparada en el brocal de un pozo, para alejar a los pájaros de las lechugas y las acelgas. «Estoy delirando», pensó.

―¡Dambu! ―voceó, más que nada por seguir dando órdenes.

Solo con que el sherpa tardara un poco en descender, él ya se habría dormido. Incapaz de activarse para espantar el sueño, los ojos se le cerrarían e iría empezando a notar en el rostro el calor de la muerte dulce. Aunque, bien mirado, que la sangre se le congelara antes de que el maldito guía viese su figura de espantapájaros sería una suerte.

―¡Dambu! ―gritó de nuevo, y comprendió que su voz estaba perdiendo autoridad porque apenas resonaba en las paredes, como si fuese un susurro de ultratumba.

Deseaba contemplar por última vez la blancura de la nieve. Solo eso. Fallecer en aquella sima, a oscuras, no casaba bien con su condición de elegido. Pero, sobre todo, las tinieblas de aquel agujero infame, que el destino estaba dándole por tumba, chocaban con su determinación de ascender hasta la cima. Comenzaba a aceptar que se le negaba, para siempre ya, la gloria de llegar a la cumbre. El Nanga Parbat volvía a cobrarse el tributo de otro ario imprescindible. Con él serían cinco. Mas no quería irse de este mundo sin volver a contemplar la majestuosidad por la que merecía la pena morir tan lejos de su patria. Incluso aunque para eso tuviese que confiar en aquel ser inferior.

«Ese condenado nunca ha sido de fiar», pensó. En la expedición anterior había estado a punto de prescindir de sus servicios. Si lo contrató fue porque no encontró a nadie tan resistente. Pero la mirada torva y la expresión huraña de aquel rostro airado le hacían temer de continuo que en circunstancias difíciles el porteador abandonaría a cualquiera a su suerte sin ningún escrúpulo. Había llegado el momento complicado y supuso que aquel desagradecido ya estaría de vuelta al campamento base. Ni siquiera habría dejado una señal para marcar dónde había caído.

La linterna, enfocada por casualidad a sus ojos, lo cegó. Lo había pillado totalmente desprevenido la presencia del guía. El sigilo con el que aquel medio gato había descendido  por las cuerdas hasta alcanzar el suelo cerca de sus pies, cuando él lo imaginaba regresando al campamento base, le asustó. Ni siquiera había contestado a sus dos llamadas. ¿Qué se habría creído? Sintió tanto odio contra aquel ignorante…

―Morir arriba ―le ordenó.

En realidad, daba igual qué palabras inglesas utilizase para hacerse entender; en aquellas cuatro expediciones, el sherpa solo había aprendido a afirmar y a negar. De modo que el alemán le serviría lo mismo.

―Súbeme, bestia, aunque después tires mi cadáver aquí ―le ordenó tajante.

La insoportable impotencia de haber pasado en aquel minuto escaso, sin solución de continuidad, de inmortal a moribundo, la descargó Christopher Kurtz insultando al único hombre que podía cumplir su última voluntad.



Dambu guardaba silencio.

viernes, 12 de febrero de 2016

El último beso

                                                                              
                                                                          (Escena 31- Título: "El último beso")


       ―Buenos días, por decir algo.
     ―Buenos días, Isabel. Menuda mañanita. Quería preguntarte. ¿Los vecinos sabían algo de lo que salió ayer en el periódico?
     ―Ay, no, Carmen, esto no se lo esperaba nadie.  Estoy por apostar que si se lo vas preguntando a uno por uno todos te dirían que les pilló por sorpresa. Bueno, a mí me dejó de piedra Juani, la del 5º C, cuando me lo contó anoche. Claro que yo soy muy despistada y no me entero de la misa la media. A otros a lo mejor les gusta andar metiendo las narices donde no los llaman. A mí no, yo siempre a lo mío. Ya sabes: «Cada uno en su casa y Dios en la de todos». Que al principio, fíjate lo que te digo, sí que me llamó la atención la vestimenta que traía. Venía con una minifalda de cuero, muy estrecha, una camiseta de tirantes corta enseñando el ombligo y unos taconazos... Que yo pensaba: «Traerá zapatillas y ropa más suelta para limpiar la casa, porque con esta falda y estos zapatos para mí que no podrá». Claro que no parecía que viniera a fregar, toda pintarrajeada y peinada de peluquería. Que, la verdad, parecía una fresca. Ahora, eso sí, simpática era un montón. Con don Anselmo, siempre «abuelo» para arriba, «abuelo» para abajo. No te digo más que el primer día la tomé por nieta. Me acuerdo de que subimos juntos en el ascensor y ella le dio un beso en la calva. Que pensé: «La suerte que tiene este hombre con la nieta que ha venido a cuidarlo». Pero no comenté nada. «Buenas tardes», «Buenas tardes». Que a mí no me gusta andar husmeando en vidas ajenas. Anda, ponme dos kilos de naranjas de zumo.
     ―Pero, ¿y él ya tenía perdida la cabeza para dejarse engañar así?
      ―Pues por lo visto muy bien no debía de estar el pobre. Que a los ochenta y seis anduviera todavía con esas ganas de fiesta, tú me dirás. Pero si es que fue todo en tres meses. Lo que se dice llegar y besar el santo. Empezó a limpiarle la casa en noviembre y a mediados de enero ya vino la madrileña. Que el primer día que la vi le pregunté a él si estaba mala Catalina, y él: «No está mala, es mala». Ya ves tú lo que iba a entender yo con esa contestación, porque quién se iba a imaginar lo que había hecho la tipa. Bueno, pero dejemos eso, que no quiero meterme en la vida de nadie. Ponme tres limones.
      ―¡Cuánta gente mala hay por el mundo, Isabel!
     ―Ahora, si te digo la verdad, al hombre que siempre piensa en lo mismo le cae bien encontrarse con una lagarta como esa y que le saque los cuartos. Porque don Anselmo habrá tenido mucho éxito con las novelas, será muy buen escritor y todo eso, pero lo que es para la vida, un completo desastre. Tú me dirás. ¿Dónde  se le escondieron las dotes de observación cuando se dejó engatusar? Y porque el colombiano era buena persona, que si no el escritor estaba criando malvas desde hace tiempo. Para que luego digan de los colombianos. Catalina le ofreció siete mil euros por ponerle la almohada en la boca y él directo a comisaría a poner la denuncia. Y también ella, ¡qué corta, por Dios! Había conseguido, enseñándole las bragas y besito por aquí y besito por allá, que el viejo hiciera testamento a nombre de sus hijos y después le entraron las prisas. A ver si iba a esperar ella hasta que las palmara… Demostró que muchas luces no tenía, la verdad. Y encima se le ocurrió proponérselo a un desconocido. Vio el anuncio en el coche del colombiano en la calle Arapiles y no lo pensó. Si el dueño lo vendía es que necesitaba dinero, así que si le ofrecía siete mil seguro que aceptaba. Que yo me imagino que ella intentó ponerle la almohada más de una vez y no se atrevió. Fíjate, la imagino echando cuentas. Les dejaba a los niños ciento cincuenta mil, dos casas y un montón de fincas y le estaba pagando a ella doscientos al mes por las horas que venía. Menuda miseria. Encima ya debían de estar dándole mucho asco los besos. Apuesto que pensó: «Le doy el último beso con la almohada y santas pascuas». Pero dejemos eso, que a mí ni me va ni me viene. Ponme plátanos.

jueves, 4 de febrero de 2016

La machaconería del primer hombre

                                                               (Escena 30 - Espejo, bosque y mentiras)            

Estaba un día Eva mirándose en el espejo de un lago ("Vaya, vaya, esa raíz sí que abrillanta el cabello"), cuando se acercó Adán sigilosamente y lanzó una piedrecita al agua. A ella le hizo gracia la broma, sonrió y esperó para seguir metiéndose margaritas entre los rizos. El líquido tardaría un poco en volver a la quietud. Adán, oculto tras una zarzamora, aguardaba también. Cuando al cabo de un rato ella reanudó el acicalamiento, él tornó a lanzar  una segunda piedra, esta vez grande. Con tan mala puntería que golpeó la espalda desnuda de su esposa.
―Querido, deja de jugar. Me has hecho daño.
―Eres carne de mi carne. ¿Te he dicho ya que Dios te sacó de una de mis costillas?
―Me sacara o no me sacara de tu costilla, que sepas que las pedradas me duelen.
―Perdona, te prometo que no volveré a hacerlo.

Estaba otro día Eva a la orilla  del lago adornándose el pubis con hojas de parra de distintos colores (“Esta para la noche, esta para el día, esta para el verano, esta para el otoño, esta me combina bien con las margaritas del pelo, esta me va fenomenal con el hibisco…”),  cuando Adán se le aproximó por detrás con una liana en las manos.
―Querido, no enredes más. La cuerda se me está clavando en las muñecas.
―Eres carne de mi carne. Ya sabes que Dios te creó a partir de una de mis costillas.
―Vale, sí, me creó a partir de tu costilla, pero desátame de una vez.
―Perdona, te prometo que no volveré a hacerlo.

Estaba otro día Eva contemplando su imagen en el agua (“¡Vaya pelambrera!”), cuando Adán le trajo una fruta agusanada.
―Querido, con la de frutos buenos que dan los árboles del paraíso y me traes este estropeado... Los gusanos son asquerosos.
―Ya te lo he dicho mil veces. Eres una de mis costillas. Conque te comes esta maldita fruta porque lo digo yo.
―Lo sé, soy tu costilla, pero los gusanos me han dado siempre mucho asco.
―Perdona,  te prometo que no volveré a hacerlo.

     Hoy la costilla de Adán deambula cabizbaja por el bosque, avanzando sin convicción hacia el espejo del lago donde atusarse las greñas...