Relatos con los que participo en el taller Literautas

viernes, 12 de febrero de 2016

El último beso

                                                                              
                                                                          (Escena 31- Título: "El último beso")


       ―Buenos días, por decir algo.
     ―Buenos días, Isabel. Menuda mañanita. Quería preguntarte. ¿Los vecinos sabían algo de lo que salió ayer en el periódico?
     ―Ay, no, Carmen, esto no se lo esperaba nadie.  Estoy por apostar que si se lo vas preguntando a uno por uno todos te dirían que les pilló por sorpresa. Bueno, a mí me dejó de piedra Juani, la del 5º C, cuando me lo contó anoche. Claro que yo soy muy despistada y no me entero de la misa la media. A otros a lo mejor les gusta andar metiendo las narices donde no los llaman. A mí no, yo siempre a lo mío. Ya sabes: «Cada uno en su casa y Dios en la de todos». Que al principio, fíjate lo que te digo, sí que me llamó la atención la vestimenta que traía. Venía con una minifalda de cuero, muy estrecha, una camiseta de tirantes corta enseñando el ombligo y unos taconazos... Que yo pensaba: «Traerá zapatillas y ropa más suelta para limpiar la casa, porque con esta falda y estos zapatos para mí que no podrá». Claro que no parecía que viniera a fregar, toda pintarrajeada y peinada de peluquería. Que, la verdad, parecía una fresca. Ahora, eso sí, simpática era un montón. Con don Anselmo, siempre «abuelo» para arriba, «abuelo» para abajo. No te digo más que el primer día la tomé por nieta. Me acuerdo de que subimos juntos en el ascensor y ella le dio un beso en la calva. Que pensé: «La suerte que tiene este hombre con la nieta que ha venido a cuidarlo». Pero no comenté nada. «Buenas tardes», «Buenas tardes». Que a mí no me gusta andar husmeando en vidas ajenas. Anda, ponme dos kilos de naranjas de zumo.
     ―Pero, ¿y él ya tenía perdida la cabeza para dejarse engañar así?
      ―Pues por lo visto muy bien no debía de estar el pobre. Que a los ochenta y seis anduviera todavía con esas ganas de fiesta, tú me dirás. Pero si es que fue todo en tres meses. Lo que se dice llegar y besar el santo. Empezó a limpiarle la casa en noviembre y a mediados de enero ya vino la madrileña. Que el primer día que la vi le pregunté a él si estaba mala Catalina, y él: «No está mala, es mala». Ya ves tú lo que iba a entender yo con esa contestación, porque quién se iba a imaginar lo que había hecho la tipa. Bueno, pero dejemos eso, que no quiero meterme en la vida de nadie. Ponme tres limones.
      ―¡Cuánta gente mala hay por el mundo, Isabel!
     ―Ahora, si te digo la verdad, al hombre que siempre piensa en lo mismo le cae bien encontrarse con una lagarta como esa y que le saque los cuartos. Porque don Anselmo habrá tenido mucho éxito con las novelas, será muy buen escritor y todo eso, pero lo que es para la vida, un completo desastre. Tú me dirás. ¿Dónde  se le escondieron las dotes de observación cuando se dejó engatusar? Y porque el colombiano era buena persona, que si no el escritor estaba criando malvas desde hace tiempo. Para que luego digan de los colombianos. Catalina le ofreció siete mil euros por ponerle la almohada en la boca y él directo a comisaría a poner la denuncia. Y también ella, ¡qué corta, por Dios! Había conseguido, enseñándole las bragas y besito por aquí y besito por allá, que el viejo hiciera testamento a nombre de sus hijos y después le entraron las prisas. A ver si iba a esperar ella hasta que las palmara… Demostró que muchas luces no tenía, la verdad. Y encima se le ocurrió proponérselo a un desconocido. Vio el anuncio en el coche del colombiano en la calle Arapiles y no lo pensó. Si el dueño lo vendía es que necesitaba dinero, así que si le ofrecía siete mil seguro que aceptaba. Que yo me imagino que ella intentó ponerle la almohada más de una vez y no se atrevió. Fíjate, la imagino echando cuentas. Les dejaba a los niños ciento cincuenta mil, dos casas y un montón de fincas y le estaba pagando a ella doscientos al mes por las horas que venía. Menuda miseria. Encima ya debían de estar dándole mucho asco los besos. Apuesto que pensó: «Le doy el último beso con la almohada y santas pascuas». Pero dejemos eso, que a mí ni me va ni me viene. Ponme plátanos.

jueves, 4 de febrero de 2016

La machaconería del primer hombre

                                                               (Escena 30 - Espejo, bosque y mentiras)            

Estaba un día Eva mirándose en el espejo de un lago ("Vaya, vaya, esa raíz sí que abrillanta el cabello"), cuando se acercó Adán sigilosamente y lanzó una piedrecita al agua. A ella le hizo gracia la broma, sonrió y esperó para seguir metiéndose margaritas entre los rizos. El líquido tardaría un poco en volver a la quietud. Adán, oculto tras una zarzamora, aguardaba también. Cuando al cabo de un rato ella reanudó el acicalamiento, él tornó a lanzar  una segunda piedra, esta vez grande. Con tan mala puntería que golpeó la espalda desnuda de su esposa.
―Querido, deja de jugar. Me has hecho daño.
―Eres carne de mi carne. ¿Te he dicho ya que Dios te sacó de una de mis costillas?
―Me sacara o no me sacara de tu costilla, que sepas que las pedradas me duelen.
―Perdona, te prometo que no volveré a hacerlo.

Estaba otro día Eva a la orilla  del lago adornándose el pubis con hojas de parra de distintos colores (“Esta para la noche, esta para el día, esta para el verano, esta para el otoño, esta me combina bien con las margaritas del pelo, esta me va fenomenal con el hibisco…”),  cuando Adán se le aproximó por detrás con una liana en las manos.
―Querido, no enredes más. La cuerda se me está clavando en las muñecas.
―Eres carne de mi carne. Ya sabes que Dios te creó a partir de una de mis costillas.
―Vale, sí, me creó a partir de tu costilla, pero desátame de una vez.
―Perdona, te prometo que no volveré a hacerlo.

Estaba otro día Eva contemplando su imagen en el agua (“¡Vaya pelambrera!”), cuando Adán le trajo una fruta agusanada.
―Querido, con la de frutos buenos que dan los árboles del paraíso y me traes este estropeado... Los gusanos son asquerosos.
―Ya te lo he dicho mil veces. Eres una de mis costillas. Conque te comes esta maldita fruta porque lo digo yo.
―Lo sé, soy tu costilla, pero los gusanos me han dado siempre mucho asco.
―Perdona,  te prometo que no volveré a hacerlo.

     Hoy la costilla de Adán deambula cabizbaja por el bosque, avanzando sin convicción hacia el espejo del lago donde atusarse las greñas...