Relatos con los que participo en el taller Literautas

martes, 8 de marzo de 2016

La grieta

                                                         
                                         (Escena 32: Primer capítulo de una novela)

Se lo había tragado el abismo a traición. Al menos eso pensó Christopher Kurtz allí abajo, en el primer momento de lucidez tras la caída. Acababa de darse cuenta, aunque solo en parte, de su penosa situación: yacía tirado, a algunos metros de profundidad, entre dos paredes de hielo.

Llevaba años arriesgando la vida en tres ochomiles, poniendo al límite su cuerpo vigoroso y su mente disciplinada y esquivando tantas veces el final que había llegado a creer que Dios lo había elegido para un experimento. Le concedía una oportunidad tras otra. Sí, la fortaleza mental y física con la que afrontaba las adversidades lo había convertido a sus propios ojos en un milagro. Así que aquel golpe brutal constituiría solo otra prueba de su grandísima capacidad de supervivencia.

Trató de corregir la postura, mas algo le impidió hacerlo. Intentó mover brazos y piernas y aquellos miembros inertes se negaron a responder. Quiso incorporarse y las manos tampoco obedecieron el mandato de apoyarse contra la superficie helada e impulsarse hacia arriba. No podía levantarse.  Poco a poco fue comprobando que, de cuello para abajo, aquel conjunto de huesos, músculos y órganos se le había desconectado del cerebro. Entonces le vino a la memoria el espantapájaros que el tío Adolf ponía en la huerta cada primavera. Hubiera dado el alma por destrozarlo a patadas y puñetazos.

Apretó la boca, también la lengua, parpadeó, movió la mandíbula inferior con rabia y tensó cada músculo del rostro. Si pudiera expresar ira con lo poco que le quedaba vivo aún… No le gustaría que su ridícula flacidez pudiese servir, amparada en el brocal de un pozo, para alejar a los pájaros de las lechugas y las acelgas. «Estoy delirando», pensó.

―¡Dambu! ―voceó, más que nada por seguir dando órdenes.

Solo con que el sherpa tardara un poco en descender, él ya se habría dormido. Incapaz de activarse para espantar el sueño, los ojos se le cerrarían e iría empezando a notar en el rostro el calor de la muerte dulce. Aunque, bien mirado, que la sangre se le congelara antes de que el maldito guía viese su figura de espantapájaros sería una suerte.

―¡Dambu! ―gritó de nuevo, y comprendió que su voz estaba perdiendo autoridad porque apenas resonaba en las paredes, como si fuese un susurro de ultratumba.

Deseaba contemplar por última vez la blancura de la nieve. Solo eso. Fallecer en aquella sima, a oscuras, no casaba bien con su condición de elegido. Pero, sobre todo, las tinieblas de aquel agujero infame, que el destino estaba dándole por tumba, chocaban con su determinación de ascender hasta la cima. Comenzaba a aceptar que se le negaba, para siempre ya, la gloria de llegar a la cumbre. El Nanga Parbat volvía a cobrarse el tributo de otro ario imprescindible. Con él serían cinco. Mas no quería irse de este mundo sin volver a contemplar la majestuosidad por la que merecía la pena morir tan lejos de su patria. Incluso aunque para eso tuviese que confiar en aquel ser inferior.

«Ese condenado nunca ha sido de fiar», pensó. En la expedición anterior había estado a punto de prescindir de sus servicios. Si lo contrató fue porque no encontró a nadie tan resistente. Pero la mirada torva y la expresión huraña de aquel rostro airado le hacían temer de continuo que en circunstancias difíciles el porteador abandonaría a cualquiera a su suerte sin ningún escrúpulo. Había llegado el momento complicado y supuso que aquel desagradecido ya estaría de vuelta al campamento base. Ni siquiera habría dejado una señal para marcar dónde había caído.

La linterna, enfocada por casualidad a sus ojos, lo cegó. Lo había pillado totalmente desprevenido la presencia del guía. El sigilo con el que aquel medio gato había descendido  por las cuerdas hasta alcanzar el suelo cerca de sus pies, cuando él lo imaginaba regresando al campamento base, le asustó. Ni siquiera había contestado a sus dos llamadas. ¿Qué se habría creído? Sintió tanto odio contra aquel ignorante…

―Morir arriba ―le ordenó.

En realidad, daba igual qué palabras inglesas utilizase para hacerse entender; en aquellas cuatro expediciones, el sherpa solo había aprendido a afirmar y a negar. De modo que el alemán le serviría lo mismo.

―Súbeme, bestia, aunque después tires mi cadáver aquí ―le ordenó tajante.

La insoportable impotencia de haber pasado en aquel minuto escaso, sin solución de continuidad, de inmortal a moribundo, la descargó Christopher Kurtz insultando al único hombre que podía cumplir su última voluntad.



Dambu guardaba silencio.