(Escena 32: Primer capítulo de una novela)
Se lo había tragado
el abismo a traición. Al menos eso pensó Christopher Kurtz allí abajo, en el primer
momento de lucidez tras la caída. Acababa de darse cuenta, aunque solo en
parte, de su penosa situación: yacía tirado, a algunos metros de profundidad,
entre dos paredes de hielo.
Llevaba años arriesgando
la vida en tres ochomiles, poniendo al límite su cuerpo vigoroso y su mente disciplinada
y esquivando tantas veces el final que había llegado a creer que Dios lo había
elegido para un experimento. Le concedía una oportunidad tras otra. Sí, la fortaleza
mental y física con la que afrontaba las adversidades lo había convertido a sus
propios ojos en un milagro. Así que aquel golpe brutal constituiría solo otra prueba
de su grandísima capacidad de supervivencia.
Trató de
corregir la postura, mas algo le impidió hacerlo. Intentó mover brazos y
piernas y aquellos miembros inertes se negaron a responder. Quiso incorporarse y
las manos tampoco obedecieron el mandato de apoyarse contra la superficie helada
e impulsarse hacia arriba. No podía levantarse.
Poco a poco fue comprobando que, de cuello para abajo, aquel conjunto de
huesos, músculos y órganos se le había desconectado del cerebro. Entonces le vino
a la memoria el espantapájaros que el tío Adolf ponía en la huerta cada primavera.
Hubiera dado el alma por destrozarlo a patadas y puñetazos.
Apretó la boca,
también la lengua, parpadeó, movió la mandíbula inferior con rabia y tensó cada
músculo del rostro. Si pudiera expresar ira con lo poco que le quedaba vivo aún…
No le gustaría que su ridícula flacidez pudiese servir, amparada en el brocal
de un pozo, para alejar a los pájaros de las lechugas y las acelgas. «Estoy
delirando», pensó.
―¡Dambu! ―voceó,
más que nada por seguir dando órdenes.
Solo con que el
sherpa tardara un poco en descender, él ya se habría dormido. Incapaz de activarse
para espantar el sueño, los ojos se le cerrarían e iría empezando a notar en el
rostro el calor de la muerte dulce. Aunque, bien mirado, que la sangre se le congelara
antes de que el maldito guía viese su figura de espantapájaros sería una
suerte.
―¡Dambu! ―gritó
de nuevo, y comprendió que su voz estaba perdiendo autoridad porque apenas resonaba
en las paredes, como si fuese un susurro de ultratumba.
Deseaba contemplar
por última vez la blancura de la nieve. Solo eso. Fallecer en aquella sima, a oscuras,
no casaba bien con su condición de elegido. Pero, sobre todo, las tinieblas de
aquel agujero infame, que el destino estaba dándole por tumba, chocaban con su determinación
de ascender hasta la cima. Comenzaba a aceptar que se le negaba, para siempre
ya, la gloria de llegar a la cumbre. El Nanga Parbat volvía a cobrarse el
tributo de otro ario imprescindible. Con él serían cinco. Mas no quería irse de
este mundo sin volver a contemplar la majestuosidad por la que merecía la pena morir
tan lejos de su patria. Incluso aunque para eso tuviese que confiar en aquel ser
inferior.
«Ese condenado
nunca ha sido de fiar», pensó. En la expedición anterior había estado a punto
de prescindir de sus servicios. Si lo contrató fue porque no encontró a nadie
tan resistente. Pero la mirada torva y la expresión huraña de aquel rostro airado
le hacían temer de continuo que en circunstancias difíciles el porteador abandonaría
a cualquiera a su suerte sin ningún escrúpulo. Había llegado el momento complicado
y supuso que aquel desagradecido ya estaría de vuelta al campamento base. Ni
siquiera habría dejado una señal para marcar dónde había caído.
La linterna,
enfocada por casualidad a sus ojos, lo cegó. Lo había pillado totalmente
desprevenido la presencia del guía. El sigilo con el que aquel medio gato había
descendido por las cuerdas hasta alcanzar
el suelo cerca de sus pies, cuando él lo imaginaba regresando al campamento
base, le asustó. Ni siquiera había contestado a sus dos llamadas. ¿Qué se
habría creído? Sintió tanto odio contra aquel ignorante…
―Morir arriba
―le ordenó.
En realidad, daba
igual qué palabras inglesas utilizase para hacerse entender; en aquellas cuatro
expediciones, el sherpa solo había aprendido a afirmar y a negar. De modo que
el alemán le serviría lo mismo.
―Súbeme, bestia,
aunque después tires mi cadáver aquí ―le ordenó tajante.
La insoportable
impotencia de haber pasado en aquel minuto escaso, sin solución de continuidad,
de inmortal a moribundo, la descargó Christopher Kurtz insultando al único hombre
que podía cumplir su última voluntad.
Dambu guardaba
silencio.
Espero que te animes a seguir la novela. Todo un carácter, ya se dice que genio y figura hasta la sepultura.
ResponderEliminarGracias, queridísima Nuria, pero por ahora las novelas son palabras mayores para mí. Seguiré con relatos una temporadita.
ResponderEliminarUn abrazo.