Escena 33: "Ascensor, diccionario y traición".
Acababa de entrar en el portal de
mi nueva casa. Un hombre, al que creí vecino, aprovechó la puerta abierta para
pasar.
―Gracias ―dijo.
―Buenas noches ―contesté.
Llegamos al ascensor. Él se
adelantó y pulsó el botón con la mano izquierda.
Yo había comprado aquella tarde,
durante el descanso, el “Diccionario ideológico” de Julio Casares. Lo llevaba
junto al pecho. Había dudado entre ese y “Redes”, el combinatorio del español
contemporáneo de Ignacio Bosque. Ignoraba cuál sería más útil para escribir. Y
es que había tomado una decisión importante: dejaría el supermercado para
convertirme en novelista. A fin de cuentas imaginación no me faltaba y todos
los profesores de Lengua y Literatura del instituto habían alabado siempre mi estilo
sobrio.
―Me he trasladado aquí hoy. Vivo
en el octavo. Me llamo Basilisa ―dije.
―Mucho gusto, Basilisa ―respondió
él de una forma seca, hostil, sin presentarse.
«Mario Izaguirre, cuarenta y
cinco, casado, padre de un niño de cuatro y una niña de dos, amante del fútbol,
conserje, perfeccionista, piso en este edificio, apartamentucho en la playa,
machista, fracaso matrimonial insufrible, odio a la suegra. No. Esteban
González, cuarenta y uno (puede que incluso menos), casado, sin hijos todavía
(mujer embarazada de seis meses), sale a correr tres días por semana, enamorado
hasta la médula, amor no correspondido, profesor en un colegio concertado. Tampoco.
Antonio Sastre, cincuenta, carnicero depresivo, viudo bastante refunfuñón,
apenas soporta la soledad, tiene en el piso pájaros, peces y un gato».
Aventuré hipótesis, como las que
llevaba imaginando en la caja durante nueve años, y me pregunté si habría
adivinado por casualidad alguna cosa. Lo observé un momento. Me fijé en lo
repeinado que iba.
«De pequeño fue un empollón
repelente que sacaba buenas notas y hacía la pelota a don Eustaquio. Lo odiaban
todos los compañeros. Desde entonces se ha pasado la vida metido entre libros,
como un ratón de biblioteca. No, dedica horas y horas a tocar un instrumento.
Nos hartará a los vecinos. ¿Violín? ¿Saxo? ¿Clarinete? ¿Piano? ¿Los zurdos
tocarán igual los de cuerda? Tampoco. Es un coleccionista compulsivo. Y alguien
debería tirarle ya las asquerosas cerillas, los animales disecados, los
minerales, los posavasos descoloridos, las pobres mariposas clavaditas».
Se abrieron las puertas. Ya
dentro, elucubré: «Estos labios enormes se han cerrado como una gran boca
vertical. Recursos estilísticos de principiante. No parecen muy acertados. ¿Una
boca que se abre de lado a lado y no de abajo arriba también sirve para tragar?
Boca extraña, sí, sin lengua ni dientes. Ni nos saborea ni nos mastica. Tampoco
lo de tragar parece muy certero. Mal principio literario. Los alimentos bajan
al estómago y este gilipollas impresentable y yo subiremos, como los salmones».
Pulsó el número diez; pero cuando
intenté apretar el ocho, me cogió la mano con su izquierda y me retorció la
muñeca hasta hacerme daño. Al tiempo levantó un cuchillo en la derecha.
―Si gritas, te mato ―me amenazó
acercándome el arma al cuello.
Entre las hipótesis no había incluido,
ni por lo más remoto, que se tratase de un atracador. Paralizada, le señalé el
bolso con los ojos, sin atreverme a hacer movimiento alguno. «¿Quedaban sesenta
euros? ¿Cuánto necesitará?», me pregunté mientras hasta perdonaba que necesitase
dinero para comprarse la puñetera heroína.
Me soltó la muñeca, pero acercó
el arma hasta casi tocarme la yugular.
«Vaya escritora de mierda, no
haberte dado cuenta de las intenciones de este hijo de puta», me dije en la
primera traición al oficio.
Durante unos segundos miré
perpleja al ladrón, que no acababa de atreverse a coger el bolso. Decidí
hablarle en voz baja:
―Saca la cartera, llegará para
una dosis.
Me besó de sopetón mientras con la
mano libre me rompía el tanga. Volví a odiarme otra vez, en la segunda traición
al nuevo oficio, por no haber sospechado las verdaderas intenciones de aquel
psicópata. Quise gritar, pero había perdido la voz. La palabra «socorro» se me había
atascado en la garganta.
Cuando estaba bajándose los
pantalones, hice acopio de valor para darle con el libro en la cabeza.
El golpetazo lo dejó inconsciente.
Luego solo pensé: «Lástima, le he
echado a perder los mocasines negros».
Los labios verticales se abrieron
y me vomitaron en el décimo. Desorientada, aporreé una puerta tras otra. Acabé sentada
junto a la pared, susurrando:
―Aunque parezca un cuchillo ensangrentado, es una
pluma de ave. Escribiré un relato de terror. Empezará: «“La sangre repta por la
página ciento tres (¡lástima de diccionario!) como una salamandra asustada”,
piensa Tacones rojos».